Atender un problema complejo resulta particularmente difícil cuando, aunque existe una estrategia formal, las capacidades institucionales para llevarla a cabo son insuficientes, desiguales o poco claras. Eso es justamente lo que parece estar ocurriendo con el combate a la extorsión en México, sobre todo cuando la respuesta se diseña y ejecuta desde una lógica centralizada que no logra permear de manera efectiva en los territorios.
No es posible determinar con absoluta certeza si fueron las omisiones de la administración pasada las que derivaron directamente en el agravamiento del cobro de piso —o de “protección”, como también se le denomina a la extorsión—. Sin embargo, lo que sí resulta evidente es que el Estado perdió presencia en amplias zonas del territorio, lo que permitió que los grupos del crimen organizado ampliaran su control y consolidaran esquemas de extorsión sistemática.
Los testimonios se repiten en distintas regiones del país: negocios incendiados o dañados por negarse a pagar las cuotas impuestas por criminales, comercios que cierran de manera definitiva para proteger la vida de sus propietarios y empleados, y casos en los que las amenazas se cumplen con consecuencias fatales. El asesinato del productor limonero Bernardo Bravo, ocurrido tras resistirse a la extorsión, es un ejemplo dramático de hasta dónde ha llegado este fenómeno y del nivel de vulnerabilidad en el que se encuentran amplios sectores productivos.
En ese contexto, llamó la atención la propuesta presentada por el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, quien una vez más intenta articular una respuesta nacional frente a la extorsión. En la 52ª Sesión Ordinaria del Consejo Nacional de Seguridad Pública, el acuerdo firmado por la presidenta de la República y los 32 gobernadores plantea varias líneas de acción: la armonización legislativa en los estados, la creación —o fortalecimiento— de áreas especializadas en las fiscalías, el reforzamiento de la operación del número 089 y la elaboración de un manual nacional que unifique los procesos de recepción de denuncias, investigación y persecución de este delito.
No obstante, por las características mismas de la extorsión y la complejidad del fenómeno, estas medidas parecen nuevamente quedarse cortas frente a la realidad. En primer lugar, el acuerdo no establece con claridad cómo se articulará la coordinación entre los gobiernos estatales y los municipales. En varios casos, esta falta de coordinación ha sido evidente, siendo particularmente ilustrativo el conflicto persistente entre el gobierno de Michoacán y las autoridades municipales de Uruapan.
Además, la unificación de los códigos penales no garantiza, por sí misma, un efecto disuasivo. Si bien las diferencias en las penas pueden representar un problema, lo verdaderamente preocupante es la debilidad en la aplicación de la ley y el incumplimiento del Estado de derecho. Sin instituciones capaces de investigar, perseguir y sancionar, la armonización normativa corre el riesgo de convertirse en un ejercicio meramente formal.
En cuanto al manual nacional para la recepción de denuncias, la propuesta resulta pertinente, especialmente si se considera que los tiempos y los procesos burocráticos suelen afectar la calidad de la atención a la ciudadanía. Sin embargo, el acuerdo no precisa quién será responsable de supervisar y garantizar que dichos manuales se cumplan. En los hechos, todo parece indicar que la carga recaerá nuevamente en cada fiscalía estatal, sin mecanismos externos de evaluación ni seguimiento efectivo.
Algo similar ocurre con las áreas especializadas en extorsión. El diagnóstico es claro: mientras estas unidades no cuenten con recursos suficientes, personal capacitado y condiciones adecuadas de operación, su creación solo añadirá más burocracia, sin traducirse en una actuación eficaz contra el delito.
Respecto a la línea 089, el problema central no es la recepción de la denuncia, sino la capacidad de respuesta. Una cosa es atender extorsiones telefónicas y otra muy distinta enfrentar el cobro de piso, que implica presencia territorial, protección inmediata y capacidad de reacción. Sin garantías de intervención oportuna, la confianza ciudadana en este mecanismo seguirá siendo limitada.
Desde luego, es indispensable diseñar estrategias para combatir un delito que lastima profundamente a las comunidades. Transportistas, productores y vendedores de bienes básicos como tortillas o pollo han denunciado de manera reiterada las extorsiones a las que son sometidos.
Las autoridades deben comprender que una visión centralista, sin el fortalecimiento real de las capacidades institucionales locales —especialmente de los gobiernos municipales—, será insuficiente para contener el problema. Tarde o temprano, el secretario de Seguridad y su equipo constatarán que, pese a la reingeniería institucional emprendida, sin recursos, sin instituciones sólidas y sin presencia territorial efectiva, esa lógica centralizada no alcanzará para enfrentar un fenómeno tan extendido y complejo. De lo contrario, el sexenio podría agotarse entre iniciativas ambiciosas, pero con resultados pobres frente a una de las violencias que más afectan la vida cotidiana del país.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC


















