Arquitectura de la indiferencia o de la responsabilidad: ¿Cuál elegir?

En un mundo donde millones sueñan con un descanso que nunca llega, nos preguntamos si existe un cielo donde encontrar paz. Esta duda surge desde camas cálidas y techos seguros, privilegios que para otros son solo un espejismo. Y, siendo sincera, ojalá exista esa vida después de la muerte, porque hay quienes no tuvieron vida antes de morir.

Son personas que solo conocen una vida: la del trabajo sin descanso, las calles que nunca cambiaron y los sueños atrapados en una ciudad que no los vio crecer. Según la Organización Internacional del Trabajo, más del 60 % de los trabajadores en América Latina están en la informalidad, sin seguridad social ni derechos laborales básicos. Esto condena a millones a una vida de incertidumbre, donde enfermarse es un lujo impagable y la vejez se traduce en abandono.

Además, viven atados a jornadas extenuantes por sueldos que apenas alcanzan para sobrevivir. Sin ahorros, sin estabilidad, sin futuro. A veces, ni siquiera un horizonte nuevo: la misma ciudad, la misma calle, el mismo destino que no deja espacio para soñar con algo más. El sistema en el que vivimos —y que muchos defendemos sin querer— convierte sus días en una cadena de resistencia silenciosa. Trabajar es la única forma de existir, y aun así no basta para ser vistos. Sus nombres no están en libros ni sus historias en noticieros. Sus vidas pasan invisibles, pero importan. El mundo les debe más que silencio.

De acuerdo con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), más de 180 millones de personas en América Latina viven en pobreza multidimensional. En México, más de 38.5 millones enfrentan esta misma realidad. No se trata solo de falta de ingresos: es ausencia de salud, educación, vivienda digna y acceso a servicios básicos. Así lo demuestra la más reciente publicación del INEGI (2025) sobre la pobreza en México.

En suma, la pobreza multidimensional es el resultado de un sistema que normaliza que millones de personas que logren trabajar lo hagan toda su vida sin salir de la “orilla”, porque las reglas del juego están hechas para que unos pocos sigan ganando siempre.

Esta injusticia no es un accidente, sino una arquitectura diseñada para sostenerse sobre los hombros de quienes nunca tuvieron otra opción de vida. La precariedad no es la excepción, es la norma. Una estrategia silenciosa de abandono que desgasta, excluye y arrebata. No es que no trabajen lo suficiente; es que nunca se les pensó como personas con derecho a descansar, imaginar y florecer.

Por ello, no basta con conmovernos ni agradecer lo que tenemos desde la comodidad de nuestros privilegios. La línea que separa a quienes pueden elegir de quienes sólo resisten no es natural ni justa. Por tanto, nos toca asumir que vivir con comodidades mientras millones apenas sobreviven no es suerte, es privilegio. Y ese privilegio no debe callar: debe volverse responsabilidad.

Ser responsables es reconocer que nuestras decisiones y voces impactan. Que el privilegio implica escuchar, exigir justicia y actuar para transformar las estructuras que sostienen la desigualdad. No es caridad, es justicia; no limosna, sino derechos. La vida digna de los invisibilizados depende de nuestra voluntad colectiva para construir un mundo más justo y humano.

Porque si no hay cielo, si no hay vida después de esta, entonces la deuda que el mundo tiene con quienes vivieron sin justicia debe ser saldada aquí y ahora, con dignidad, reconocimiento y cambio.

Ingrid Trejo Juárez Colaboradora de Integridad Ciudadana, estudiante de Relaciones Internacionales por la Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla. @ingriddtrejoo @Integridad_AC