México inicia una nueva historia desde ayer. El cierre de sesiones de la Suprema Corte de Justicia, este pasado 19 de agosto, marca un punto de inflexión institucional. Termina un sistema que, si bien no era perfecto, sí era perfectible, basado en el mérito y el desarrollo de una carrera dentro del ámbito judicial, donde los poderes Ejecutivo y Legislativo tenían participación en la elección de los ministros de la Corte.
Hoy, ese sistema ha sido transformado, tirando a la basura años de estudios de miles de profesionistas que venían construyendo su carrera desde abajo. Se sustituye por un modelo cuya legitimidad está en duda, debido a su cercanía y simpatía con quienes hoy ostentan el poder, así como por los acordeones distribuidos de forma cínica bajo la sombra del poder y la impunidad.
El país, con todas estas reformas y modificaciones institucionales, se encamina hacia un destino incierto, sin brújula ni contrapesos, donde el partido en el poder se debate en una lucha por el control.
En paralelo a este debilitamiento constitucional, México enfrenta un modelo arcaico de gasto público, que prioriza proyectos simbólicos del «cambio» sobre soluciones reales y efectivas. Megaproyectos como el Tren Maya, que lejos de consolidarse como emblemas del desarrollo, se han convertido en barriles sin fondo. Las fallas operativas y accidentes; como el reciente descarrilamiento, minimizado como un simple «percance de vía», cuestan recursos y minan la confianza de los ciudadanos.
A esto se suma el lastre financiero que representa PEMEX: la que alguna vez fue la empresa más importante del país, una petrolera que nos llenaba de orgullo, hoy representa una fuga constante de recursos que bien podrían destinarse al sector salud o educativo.
¿O acaso a estos dos sectores no les vendrían bien los 177 mil millones de pesos que se reintegraron en 2024?
PEMEX, al igual que la mayoría de los megaproyectos de los últimos siete años, se ha convertido en un problema que no solo pone en riesgo las finanzas públicas, sino también la capacidad del Estado para atender sus verdaderas prioridades.
Seamos claros: el contraste entre el gasto ejercido por el gobierno para sacar adelante los símbolos que ha impuesto y el invertido en el mantenimiento de la infraestructura urbana a nivel nacional colapsada, es abismal. Calles agrietadas, transporte público deteriorado y vialidades en condiciones deplorables son el común denominador a nivel nacional. Es el día a día de millones de mexicanos, quienes no solo sufren las incomodidades derivadas de la saturación, sino también el malestar por el tiempo y dinero que pierden en cada traslado. Hoy, el desarrollo parece selectivo: deja fuera al ciudadano de a pie, que sufre un desgaste físico y emocional en cada traslado; ya sea en transporte público o privado; mientras se invierte en discursos de esperanza sin resultados.
Frente a este modelo que diluye la economía con programas sociales disfrazados de justicia, megaproyectos y empresas públicas bajo la etiqueta de soberanía nacional, se ha descuidado al ciudadano común: aquel que trabaja, estudia y deja su vida por un mejor proyecto de vida, y que no ha sido tomado en cuenta.
Con las condiciones actuales, debemos hacernos preguntas urgentes: ¿Qué es lo prioritario? ¿A quién le sirve hoy el Estado?
Ya es momento de señalar con claridad las prioridades. Los mexicanos no necesitamos simulaciones, sino decisiones firmes y sólidas instituciones.
Que no se olvide: cuando los contrapesos desaparecen, el país entero se descarrila.

Javier Agustín Contreras Rosales. Colaborador de Integri025dad Ciudadana AC, Contador Público, Maestro en Administración Pública @JavierAgustinCo @Integridad_AC
