El llamado Plan Michoacán surge como respuesta a una tragedia que volvió a evidenciar las limitaciones de la política de seguridad a nivel local. Desentrañar un problema público siempre resulta complejo, y aún más cuando la autoridad lo convierte en un dogma, pues esa rigidez impide realizar los ajustes necesarios para mejorar su eficacia.
El asesinato de Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, golpeó directamente el corazón de la política de seguridad de la presidenta Claudia Sheinbaum y puso en evidencia la falsedad del dilema que el gobierno plantea: elegir entre combatir las causas sociales de la violencia o fortalecer la capacidad del Estado para enfrentar al crimen organizado. En realidad, ambas dimensiones son inseparables; disociarlas solo profundiza un problema con raíces históricas y estructurales.
El reclamo de Manzo era tan sencillo como urgente: mayor apoyo a los municipios que enfrentan el control del crimen organizado. En muchas localidades, los grupos delictivos no solo se han infiltrado en los gobiernos locales, sino que también dominan campañas políticas y extorsionan a sectores productivos enteros. Las autoridades municipales, carentes de recursos y respaldo, quedan paralizadas ante el poder criminal.
Aunque recientemente se presentó una estrategia para denunciar extorsiones —basada en una línea telefónica y reportes anónimos—, esta medida parece diseñada únicamente para atender casos menores, como las llamadas provenientes de centros penitenciarios. El cobro de derecho de piso, en cambio, constituye un fenómeno distinto: las amenazas son personales, las consecuencias letales. Quien se niega a pagar suele enfrentar la eliminación física.
Manzo, consciente del riesgo, había exigido una mayor presencia de fuerzas federales en su municipio. Se negó a pactar con el crimen y asumió la batalla hasta el final. Sus publicaciones, videos y testimonios en redes sociales dejan constancia de un patrón reiterado: la estrategia nacional sigue siendo centralizada, reactiva y lenta, incapaz de atender las urgencias locales donde la violencia se experimenta con mayor crudeza.
Tras su homicidio, la respuesta del gobierno fue predecible: volver a reducir el debate a una falsa disyuntiva entre la “guerra” al estilo Calderón —centrada en el despliegue militar— y la estrategia actual de “atender las causas de la inseguridad”, que atribuye el problema exclusivamente a la pobreza y la desigualdad. Tres días después del crimen, la presidenta anunció el Plan Michoacán, con la promesa de contener la violencia que azota al estado.
El plan contempla una inversión de 57 mil millones de pesos, de los cuales 26 mil millones se destinarán a infraestructura carretera. Además, el secretario de la Defensa Nacional, Ricardo Trevilla Trejo, anunció el despliegue de 10,506 elementos del Ejército, la Fuerza Aérea y la Guardia Nacional como parte del Plan de Operaciones “Paricutín”, cuyo objetivo es “sellar el estado” e impedir el movimiento de grupos delincuenciales.
Por su parte, el secretario de Agricultura, Julio Berdegué Sacristán, presentó una estrategia para fortalecer el sector agroalimentario, con apoyos directos a productores de limón, mango, caña, aguacate y berries. La secretaria de Energía, Luz Elena González Escobar, propuso el programa Iluminemos Michoacán para garantizar el acceso universal a la electricidad. A su vez, la secretaria de Turismo, Josefina Rodríguez, anunció una campaña permanente para atraer visitantes, mientras el secretario de Educación, Mario Delgado Carrillo, presentó la Beca Gertrudis Bocanegra para 80 mil jóvenes universitarios. Finalmente, el secretario de Economía, Marcelo Ebrard, dio a conocer nuevas inversiones en infraestructura carretera y accesos a Uruapan.
A primera vista, el plan parece ambicioso y bien estructurado. No obstante, al analizarlo detenidamente, sobresale un centralismo excesivo que asume que solo la Federación posee la solución. Aunque se presume un componente participativo, el gobierno federal no ha atendido las voces locales que, tras el asesinato de Manzo, se han movilizado para exigir una estrategia verdaderamente coordinada y sensible al contexto michoacano.
Más que becas o programas asistenciales, Michoacán necesita fortalecer sus capacidades institucionales locales: cuerpos policiales, sistemas de justicia, inteligencia regional y mecanismos de protección a autoridades y ciudadanía. Sin una política que parta de las necesidades del propio estado, ninguna estrategia —por ambiciosa que sea— logrará resultados sostenibles.
Mientras no se asuma este diagnóstico estructural, el país seguirá condenado a repetir tragedias como la de Carlos Manzo. Si el Plan Michoacán aspira a ser creíble, debe reconocer que la seguridad no se diseña en pocas semanas ni puede limitarse a respuestas coyunturales. Además, es imprescindible entender que otros estados enfrentan desafíos similares y requieren intervenciones focalizadas, no una multiplicación de 32 planes improvisados.
El gobierno se equivoca al presentar la seguridad como una cuestión de principios ideológicos. El Plan Michoacán, más que una estrategia integral, encarna ese falso dilema que divide el debate entre quienes creen que basta con atender las causas sociales y quienes confían únicamente en la fuerza del Estado. La seguridad, sin embargo, exige una visión integrada, capaz de prevenir y contener simultáneamente. Solo una política coherente, evaluable y sostenida en el tiempo permitirá romper el ciclo de polarización y simulación que, hasta hoy, ha impedido construir una paz duradera.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC
















