Parece ya lejano el sexenio de Enrique Peña Nieto, cuando los escándalos de corrupción —como la “Casa Blanca” o la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa— obligaron al gobierno a proponer una transformación profunda del sistema de procuración de justicia. Ante la pérdida de credibilidad de la PGR, se anunció su conversión en una Fiscalía General de la República con autonomía constitucional. La reforma prometía que el fiscal ya no sería designado directamente por el presidente, que duraría nueve años en el cargo —lo suficiente para trascender un sexenio— y que solo podría ser removido por causa grave, evitando así que se convirtiera en un subordinado del gobierno en turno.
Paradójicamente, Peña Nieto nunca logró nombrar al fiscal que deseaba. La oposición acusó que buscaba imponer a un personaje cercano, bautizado como “fiscal carnal”. En aquel momento, la presión social logró frenar esa designación. Hoy, sin embargo, la historia parece repetirse, aunque con un resultado distinto: el cambio de titular ocurrió, pero sin el contrapeso social y político que lo impidió hace una década.
La reciente salida de Alejandro Gertz Manero de la Fiscalía General no solo marca el fin de un periodo particularmente polémico, sino que reitera un patrón recurrente: en México, la justicia sigue siendo más cercana al poder político que al principio de autonomía que la Constitución promete. La forma acelerada y poco transparente en la que se consumó su relevo exhibe la naturaleza profundamente política del cargo y evidencia que la lucha por el poder no admite excepciones. Aunque a Gertz nadie lo va a extrañar, su destitución forzada revela más sobre las dinámicas del sistema que sobre su figura.
Desde el inicio, el procedimiento estuvo marcado por la premura. La Mesa Directiva del Senado convocó a una sesión extraordinaria para procesar la renuncia de Gertz y aceptarla como “causa grave”. El justificante fue una carta del propio fiscal en la que señalaba que la presidenta le había propuesto ocupar una embajada en un “país amigo”. El uso de cargos diplomáticos como premios políticos no es nuevo, pero esta explicación dejó claro que su salida no fue voluntaria: la decisión ya estaba tomada, solo hacía falta un pretexto para formalizarla.
El propósito original de crear una fiscalía autónoma quedó desvirtuado desde que Alejandro Gertz llegó al cargo. Su gestión fue cuestionada desde el inicio, ya fuese por usar la institución para asuntos personales, por su manejo selectivo de casos sensibles o por investigaciones mal conducidas. El caso del rancho Izaguirre, donde la FGR se deslindó y dejó toda la responsabilidad a la fiscalía de Jalisco, es un ejemplo de falta de rigor en temas que requerían una investigación profunda.
Diversas versiones señalan que su caída se relacionó con investigaciones incómodas para el oficialismo, como el caso del llamado “huachicol fiscal” o la situación del empresario Raúl Rocha, convertido en testigo protegido. Lo cierto es que la visita del coordinador de los senadores oficialistas a Palacio Nacional, dias antes de la sesión, sugiere que los detalles ya estaban definidos. La premura puso a Gertz contra las cuerdas: renunciar o enfrentar una destitución.
Estos movimientos responden a un objetivo político claro: reforzar el alineamiento entre las fuerzas de seguridad —hoy encabezadas por García Harfuch— y la persona que la presidenta designe como nuevo fiscal general. Aunque el proceso formal contempla una lista de diez aspirantes y luego una terna para que el Senado elija, es evidente la inclinación hacia la exfiscal de la Ciudad de México, quien se perfila como la sucesora natural. El mensaje es: la fiscalía debe ser cercana, controlada y funcional al Ejecutivo.
El problema de fondo permanece: la autonomía de la FGR sigue siendo más aspiración que realidad. Para el poder político, una fiscalía independiente representa un riesgo, pues podría investigar sin límites incluso a altos funcionarios del gobierno. Y si algo demostró la gestión de Gertz es que tampoco él se atrevió a desafiar esos límites. Casos como los de Adán Augusto López o el del huachicol fiscal que involucran a altos funcionarios, revelan que a los personajes del régimen rara vez se les toca.
El Ejecutivo busca un control total sobre la seguridad y la procuración de justicia. Esta centralización permitirá a la presidenta intervenir en los casos que considere estratégicos, alineando el aparato de justicia con su agenda de seguridad. Pero el costo institucional es grave: se debilita la independencia, se erosiona la confianza pública y se perpetúa un modelo en el que la justicia depende del gobernante en turno.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A.C. @ivarrcor @integridad_AC

















