¿Transición sin ruptura o ruptura implícita?
Uno de los conceptos que acuñó el equipo de Claudia Sheinbaum antes de asumir la presidencia fue el de una transición sin ruptura. En medio de la euforia por el aplastante triunfo electoral de 2024, la administración entrante se comprometió con la continuidad y la estabilidad, prometiendo evitar las crisis económicas o fracturas políticas que solían acompañar el relevo de poder en sexenios anteriores. Con su llegada al poder, la idea de un cambio terso y sin confrontaciones parecía consolidada.
Sin embargo, los hechos recientes sugieren lo contrario. Cada vez son más frecuentes los cuestionamientos hacia los resultados del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, especialmente en temas clave como la seguridad. Lo que en un inicio se anunció como una transición armoniosa, hoy parece ocultar una ruptura implícita, nacida no de un choque frontal, sino de una realidad que se impone con fuerza y contradice la narrativa oficial.
La presidenta Sheinbaum enfrenta crecientes presiones y señales de desgaste, no solo por los retos propios de su administración, sino por las consecuencias de sostener una lealtad incondicional hacia su antecesor. Aunque en todo proceso de transición se espera un mínimo de continuidad, también es cierto que se trata de momentos propicios para la revisión crítica del pasado, la corrección de errores y, cuando es necesario, sanciones para quien viola la ley. Esa dimensión correctiva, esencial en una democracia funcional, parece ausente.
Durante la transición, la cercanía con López Obrador fue explícita: giras conjuntas, ratificación de funcionarios clave, e incluso la adopción de la narrativa oficial que lo enaltece como “entre los mejores presidentes de la historia”. Esa asociación simbólica, lejos de fortalecer a Sheinbaum, ha traído consecuencias. Entre ellas, el desgaste provocado por escándalos heredados que siguen acumulándose.
Uno de los más graves es el cuestionamiento a la estrategia de seguridad del sexenio anterior. “Abrazos, no balazos”, lejos de consolidarse como una política humanista, ha sido duramente criticada tanto por actores nacionales como internacionales. El gobierno de Estados Unidos, por ejemplo, ha advertido sobre la posible colusión entre autoridades y grupos criminales. A estas alertas se suman casos como la carta en la que un líder del narcotráfico asegura que un gobernador convocó a una reunión entre cárteles, la cancelación de visas a funcionarios mexicanos, y el recuerdo incómodo del saludo del expresidente a la madre de un capo.
Pero el caso más delicado es, sin duda, el del exsecretario de Seguridad de Tabasco, hoy prófugo de la justicia, acusado de vínculos con el crimen organizado. Este funcionario fue designado por Adán Augusto López cuando era gobernador, y el escándalo ha alcanzado directamente al ahora senador y uno de los hombres más cercanos a López Obrador.
La falta de una respuesta contundente por parte del senador ha reavivado las sospechas sobre la existencia de redes de protección política. En este contexto, una frase del propio expresidente cobra una fuerza incómoda: “El presidente lo sabe todo; si no actúa, es porque es cómplice o se hace de la vista gorda.” Hoy, esa sentencia aplica prácticamente para cualquier gobernante en cualquier nivel.
Para la presidenta Sheinbaum, el costo de sostener la narrativa de continuidad absoluta se vuelve cada vez más alto. Su legitimidad comienza a verse afectada por las omisiones y errores del sexenio anterior. Y aunque ha buscado posicionarse como la heredera de un proyecto en marcha, el riesgo es terminar absorbida por las sombras de su predecesor.
Quizá ha llegado el momento de que la presidenta comprenda que su lealtad, lejos de fortalecer su liderazgo, puede estar debilitando su capacidad de gobernar con independencia. Las transiciones existen por una razón: permiten hacer un corte de caja, evaluar lo que funcionó y corregir lo que no. Si bien hacerlo implica riesgos políticos e incluso fracturas internas, también ofrece la oportunidad de trazar un rumbo propio y construir una nueva legitimidad.
El dilema que enfrenta Claudia Sheinbaum no es menor: seguir ligada a la figura de López Obrador o asumir plenamente su mandato. Solo si elige lo segundo podrá establecer un liderazgo sólido, capaz de consolidar un proyecto verdaderamente transformador. De lo contrario, su gobierno podría quedar atrapado en una lealtad que le impida avanzar y, peor aún, que la haga cómplice —por omisión— de las fallas que prometió no repetir.

Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC