Los recientes viajes al extranjero de destacados miembros del oficialismo han provocado un encendido debate sobre la congruencia ética dentro del movimiento que llevó a Andrés Manuel López Obrador a la presidencia. La discusión no se centra únicamente en sí figuras como Ricardo Monreal, Andrés Manuel López Beltrán o Mario Delgado tienen derecho a vacacionar, sino en si esas acciones son coherentes con los principios que han enarbolado durante años. En un movimiento fundado sobre la austeridad y la justicia social, la pregunta no es si algo es legal, sino si es moralmente aceptable.
Este dilema ético no es nuevo. Los filósofos griegos ya advertían sobre la necesidad de que la vida pública refleje la vida privada. Sócrates, a través de los diálogos de Platón, afirmaba que quien es justo en lo privado debe actuar justamente en la esfera pública. Aristóteles, por su parte, sostenía que no puede haber un buen ciudadano sin una vida virtuosa en lo individual. En ambos casos, la coherencia ética es el fundamento de una vida política justa.
López Obrador, desde antes de llegar al poder, construyó su liderazgo no solo con discursos, sino también con símbolos. El uso de un modesto vehículo marca Tsuru en su periodo como jefe de gobierno, los vuelos en clase turista ya como presidente, su afirmación de que solo cargaba 200 pesos en la cartera, y su insistente frase de que no puede haber gobierno rico con pueblo pobre, fueron más que gestos personales: se convirtieron en pilares del relato político que sostuvo al movimiento. A través de ellos, marcó una línea clara entre el obradorismo y la vieja clase política, la cual, según él, estaba moralmente derrotada.
En sus “100 compromisos de gobierno”, específicamente en el número 34, estableció una política de austeridad que prohibía amiguismo, nepotismo, viajes innecesarios al extranjero, vehículos nuevos para funcionarios, atención médica privada y otros privilegios. Lo que dio fuerza a estas promesas fue que él mismo las cumplía, elevando el estándar moral al que debían aspirar sus colaboradores.
El problema es que ese estándar, al ser tan alto, genera tensiones inevitables cuando otros miembros del movimiento no actúan con la misma congruencia. Las imágenes de legisladores, secretarios de Estado y miembros del partido hospedándose en hoteles de lujo o viajando a destinos exclusivos han sido justificadas con el argumento de que se costearon con recursos propios. Sin embargo, la contradicción está en que esos lujos, aunque no constituyan delitos, sí entran en conflicto con los principios que dieron identidad al movimiento.
Claudia Sheinbaum ha intentado matizar la controversia reconociendo que todos tienen derecho a viajar, pero recordando que quienes ocupan cargos públicos deben comportarse con responsabilidad, porque el poder, según ella, debe ejercerse con humildad. La presidenta de Morena, por su parte, ha defendido a sus correligionarios al señalar que no son iguales a los de antes, ya que no usan recursos públicos para sus viajes. No obstante, esa defensa, aunque políticamente comprensible, no elimina el malestar de fondo.
Lo que está en juego no es la legalidad, sino la coherencia. El obradorismo no solo es un proyecto político, sino una narrativa moral. Su fuerza radica en la distinción tajante entre lo que representaba y lo que combatía. Cuando esa línea se difumina por el comportamiento de algunos de sus propios miembros, el riesgo es que el movimiento pierda su autoridad ética y su legitimidad ante la sociedad.
Quizás el verdadero desafío radique en reconocer que no todos los integrantes del movimiento, incluida la propia familia del fundador, comparten sus mismas convicciones. Escándalos como el de la «casa gris», que exhibió el estilo de vida privilegiado de uno de sus hijos, o las actitudes de quienes ven en el triunfo electoral una oportunidad para el beneficio individual —como el senador Fernández Noroña, quien en tono molesto declara a la prensa: “Ahora resulta que tengo que mudarme a una colonia precaria solo por formar parte de un movimiento de transformación”— revelan que, en muchos casos, las alianzas políticas se sostienen más en el pragmatismo que en los principios.
Frente a estas contradicciones, tal vez es necesario volver a la enseñanza de los clásicos: si no hay coherencia entre el discurso y los actos, entre la vida privada y la función pública, lo que se erosiona no es solo la credibilidad, sino el proyecto mismo. Porque hablar de austeridad mientras se disfruta del lujo, pregonar justicia mientras se gozan privilegios, no solo genera disonancia; genera desencanto. Y el desencanto, en política, es el primer paso hacia la desilusión colectiva.
Iván Arrazola es analista político y colaborador de Integridad Ciudadana A. C. @ivarrcor @integridad_AC
