Por Paco Baca.
Washington ha decidido que los cárteles mexicanos ya no son solo criminales: ahora son terroristas. Y como todo buen giro de guion, esta decisión no viene sola. Viene con helicópteros y drones, con leyes extraterritoriales, con discursos inflamados y con la vieja fantasía del sheriff que cruza la frontera para imponer orden en tierra ajena.
Trump, en su versión 2025, firmó el decreto que convierte a seis cárteles en organizaciones terroristas extranjeras. ¿La intención? Según el libreto, proteger a los estadounidenses. Según la lectura crítica, abrir la puerta a operaciones unilaterales, sanciones económicas y una narrativa que convierte a México en el villano de turno.
Pero este western tiene matices. Porque el bandido no siempre está en las montañas. A veces está en el Senado. A veces en la narrativa oficial. A veces en la omisión.
¿Y ahora qué?
La presidenta Claudia Sheinbaum respondió el 21 de febrero con diplomacia firme: “una provocación innecesaria”. Y tiene razón. Porque si Estados Unidos decide actuar sin coordinación, la frontera se convierte en campo minado. No solo en lo militar, sino en lo económico, en lo simbólico, en lo humano.
La frontera mueve más de 1.5 millones de dólares por minuto. Es arteria, no trinchera. Convertirla en zona de guerra sería dispararse en ambos pies.
¿Qué estrategia seguir?
México no puede limitarse a la indignación. Tampoco a la negación. Se necesita una estrategia que combine:
- Inteligencia transnacional, no solo militar.
- Desarrollo regional, no solo contención.
- Narrativa propia, no solo reacción.
Y Estados Unidos, si realmente quiere combatir el narcotráfico, debe mirar hacia dentro. Porque los cárteles no sobreviven sin demanda. Y la demanda está en Ohio, en Texas, en Wall Street.
Ecos del debate
Mientras se discute la retroactividad del amparo como si fuera el fin del mundo, se erosiona el derecho ciudadano y se concentra el poder estatal. El distractor perfecto para que el sheriff actúe sin oposición y más aún si cada día se incorporan nuevas corruptelas de la inmaculada transformación y sus apóstoles en el círculo más íntimo de la silla presidencial.
Y mientras tanto, el discurso oficialista repite mantras, recita rosarios ideológicos y se olvida de que la soberanía no se defiende con frases, sino con instituciones sólidas, aventando sus prédicas como pregoneros apocalípticos bajo el slogan «no somos iguales», mismo que en Washington, solo miran como el mejor pretexto para actuar cuando se les haya colmado la paciencia.
